AESTHETICA

   Me distraigo con nada, otro mosquito y el sudor me resbala por la frente. Comprendo que el camino es incomprensión, que la tranquilidad son ruinas y la felicidad penetración. Bebo agua. El individuo no es nada si no está hibridado con la sociedad, el colectivo es una mole hambrienta que siempre tiene las cosas más claras que yo sin responder una sola pregunta. La urbe me enseña los colmillos, les saco brillo y con los restos de alimentos que encuentro entre sus molares hago arte. Recuerdo besos, caricias y palabras bonitas, de esas que hacen que la vida tenga un valor de cambio. Soy el esbozo de una sombra, de alguien que se oculta o que no quieren ver, hambre/furia y grasa/paz, las dos grandes encrucijadas, somos equilibristas en esas dos cuerdas flojas que sirven para atar voluntades y ser simulacro espectacular de látigo. Mi memoria, ahora, es esclava de cuerpos desnudos contorsionándose ante mí y comprendo que la poesía está entre la simpleza del perdón forzado y la ira del golpe sobre la mesa para que se calle todo el mundo. Calma... que no se entiende sin deformación, si miras atentamente acabarás por verle las grietas al Sol. Bebo más agua. Me acuerdo de fragmentos de una conversación y siento que la enfermedad de la inspiración vuelve, me lacera después de un día disfrazado de profesor. Devoro los restos de Aristóteles, el alma de Hume y me baño en el discurso de mi ignorancia con sangre en las comisuras, feliz por rezar “los monstruos siempre son los otros”. Somos marqueses de las tierra de la Esperanza, esperando a un Rey salvador que se descompone muy en el fondo de la jaula formada por nuestras conexiones sinápticas. Nadie morirá por nuestros pecados. La verdad es que hoy todo es una interpretación de aquello que recuerdas y las frases cortas se quedan a medias. Sigo escribiendo como si estas letras estuvieran hechas de carne, como si las ideas se pudieran follar, como si la suma de todo el pasado fuera un gran Panteón informe de vísceras, polvo y nosotros a su vera, resguardados, siendo esbozos de su sombra, mentalidades imberbes que no se atreven a saltar donde cubre. Al compromiso sin conocimiento lo llamo suicidio. Bebo algo que ya no es agua mientras de fondo suena un tambor lento y pesado, grave, marcando el ritmo de la calle, glóbulos rojos colapsando la vía pública, indignados. Si el mundo no es tan serio como un chiste, no tiene sentido. Sin barbarie no puede haber entretenimiento, ser guerrillero con un lápiz y gladiador con una cámara y perro rabioso con un ordenador, que la cultura brinde con cócteles molotov en calles estrechas. Los latidos son subterráneos y lo minoritario es valioso, como un siamés formado por tres hermanos unidos por la columna y paridos por una virgen. La naturaleza es el telón para nuestra miseria, aquello que nos recuerda lo que somos y por eso hay pirómanos, por eso al dinosaurio industrial lo adiestramos para que la devore, para huir de nuestra simpleza con artículos de consumo sin valor pero con precio. Huir de nuestra limitación instintiva y ocultarnos entre libros, entre la sofisticación de la galería de arte con heces en sus muros. Nada importa, por eso nos tomamos tan enserio a nosotros mismos, con la ilusión de ser monarcas de nuestro propio destino sin ser conscientes de los hilos titiriteros que conlleva el azar. La duda es la guerra. Las necesidades nos empujan y entramos por puertas que ni siquiera conocíamos. Y al final nos reflejamos en la mirada de los otros o en los cuellos girados hacia el lado contrario, esa es la balanza del valor social. La fuerza del mensaje está en acabar barriendo el suelo, comprando el pan y teniendo algo que decir al vecino. Con los deshechos de las ruinas esculpimos un monumento a nuestro mundo. Tengo sed y lo único que me sacia es comprender aquello que me rodea con lápiz, papel y fotografías. Representar figurativamente es hacerle a la realidad lo mismo que me hizo a mí: deformarla hasta que quede irreconocible.

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