Héctor está mareado, no sabe si es por no haber comido durante estos dos últimos días o porque ha sentido mucho más dolor del esperado al leer estas páginas del diario. En los párrafos siguientes de su manuscrito sólo encuentra textos cortos e insubstanciales que hablan sobre Laura, los colegas y el instituto. Es al llegar al 24 de Marzo donde revive el verdadero infierno vivido. Sus palabras son ilegibles, más cercanas al garabato que a la caligrafía de una persona. Lo intenta, pero sólo llega a entender algunas letras sueltas aunque tampoco lo necesita, lo tiene grabado a fuego en su memoria. Conoce la razón para que su pulso esté tan alterado.
Se tumba en la cama y empieza a recordar, es algo que le sucede de forma involuntaria. Recuerda el momento de la noche en el que dejó a Laura en su casa, con un bonito beso de despedida. Recuerda la canción que escuchaba en su reproductor de mp3 mientras abría el portal. Recuerda el enorme nudo que se le hizo en la boca del estómago cuando vio un gran charco de sangre en el recibidor. Y al fondo del pasillo, a lo lejos, se oía el repiqueteo de algo contra el suelo. “Prac... prac...” Se repetía una y otra vez. “Prac... prac...” Seguía sonando. Héctor llamó a sus padres, no encontró respuesta. El sonido repetitivo seguía clavándose en sus tímpanos. Si no hubiera perdido el móvil ahora mismo llamaría a la policía porque algo no iba bien. En el salón, pensó él, podía usar el teléfono fijo que hay cerca del sofá, sólo tenía que seguir andando. Seguro que todo tiene una explicación sencilla, pensó Héctor para tranquilizarse a sí mismo. Cogió el teléfono, se lo puso en la oreja y comprobó que no daba señal. Vio que el cable estaba cortado, pero algo le aterró aún más, ya no se oía el repiqueteo al fondo del pasillo. Sintió las ansias por querer salir de allí. Su propio hogar le asfixiaba. Ese silencio le ponía los pelos de punta. Héctor intentó escapar y cuando se puso ante el recibidor, de cara a la salida, todo empeoró de golpe. Ante la puerta que daba a la calle estaba Pablito en cuclillas, cubierto de sangre y completamente desnudo. A priori no prestó atención a Héctor, simplemente tenía la cabeza agachada mirando al suelo y en su mano derecha sostenía lo que parecía ser el fémur de un ser humano adulto. Empezó a golpear el charco de sangre con aquel hueso. “Prac... prac...” Poco a poco el niño empezó a levantar su mirada, sin dejar de hacer ese repetitivo ruido de percusión. Héctor se fijó primero en los ojos de rojo intenso como ventanas directas al infierno. Luego vio que el crío no tenía piel en el rostro, podían verse todos y cada uno de sus músculos faciales bañados en sangre. Con lo que le quedaba de boca esbozó una sonrisa dedicada a su hermano mayor, quién pudo ver de nuevo esos grotescos y afilados colmillos metálicos que suplían los dientes del endiablado. Cuando Pablito se irguió lentamente las piernas de Héctor reaccionaron, aún con las rodillas temblando y apunto de hacerle caer, corrió directo al pasillo para encerrarse en su cuarto y escapar, aunque fuera por la ventana. En la histérica carrera casi resbala, el suelo estaba teñido de sangre en la cual iba chapoteando. A su espalda escuchaba los pasos descalzos del decadente niño. Sin intentar girarse hacia atrás abrió la puerta del primer cuarto que encontró, era el de sus padres. Al abrir la puerta vio algo espantoso sobre la cama. Al principio a su cerebro le costó interpretar lo que sus ojos veían, ya que había algo a lo cual nadie se podría enfrentar. Era su madre desnuda y estaba completamente desmembrada, rodeada de sangre coagulada en el colchón. Se le escaparon los gritos de horror al comprobar que seguía viva. Ella levantó la cabeza, miró a su primogénito con ojos brillantes y colorados y le dedicó una sonrisa, también dentada con puntas de clavos. Grotesco era la única palabra que podía definir esa imágen. El ruido de los pasos lentos de Pablito delataba que lo tenía a pocos pasos, es entonces cuando escuchó la voz de su padre gritando: “¡Héctor, por Dios, ven aquí! ¿Me oyes? ¡Aquí estarás a salvo!” La voz venía desde el cuarto de al lado, donde estaba la habitación de su hermano. De un salto abrió esa puerta y allí encontró su padre, sentado en el suelo, le miraba con similares ojos como los que tenían ahora su madre y su hermano. Su sonrisa también estaba hecha con afiladas piezas dentales de metal. Sus manos aguantaban sus propias vísceras, tenía el estómago abierto en canal y las piernas parecían mal formadas, como si los huesos de las mismas se hubieran roto por varios sitios. En el charco inmenso de sangre podía percibirse un martillo tirado en el suelo. “Ven con papá, aquí estás seguro. ¡Vamos, abrázame!” Héctor estaba a punto de desfallecer ante tal calvario psicológico hasta que algo rozó su espalda. De un salto entró en la habitación completamente manchada de horror. Cuando su hermano pequeño dio el primer paso para acercarse a él Héctor reaccionó por impulso, dejando que su instinto de supervivencia tomase el control. Cerró la puerta con todas sus fuerzas y golpeó al pequeño engendro logrando que cayera al suelo, quedando su cabeza entre el marco y la puerta. Héctor volvió a abrirla y la cerró de nuevo con más rabia. Volvió a hacerlo hasta que ese ser dejó de intentar levantarse. Siguió hasta que los huesos del cráneo cedieron dejando escapar un crujido, le golpeó hasta que aquella cabeza se agrietó y de su interior salieron una docena de cucarachas. Héctor empezó a gritar solo. Empezó a verlo todo borroso, el mundo le daba vueltas y cayó al suelo, manchándose la espalda con sangre. Ya no se escuchaba la voz de su padre. El mundo entero quedó en silencio.
Sobre su cama Héctor sigue recordando el día que mató a su hermano. Recuerda el momento al despertarse sobre la sangre seca y pegajosa. Con una enorme migraña se giró para ver entrar la luz del sol que hacía más visible ese desastre. Detrás de él yacía el cadáver eviscerado de su padre, apoyado en la pared. Su rostro volvía a ser humano sin ningún rasgo que le hiciera aparentar ser uno de los endiablados. Pablito estaba boca abajo con su masa craneal asomando al lado del marco de la puerta. Sigue sin poder dejar de recordar el momento en el que le dio la vuelta a su hermano y vio como sus ojos eran humanos. También comprobó que la cara del niño no estaba despellejada y en su boca ya no había rastro de colmillos metálicos. En ese instante asomó la duda, la creencia de haber sido él quien estaba completamente loco. ¿Y si todo fueron visiones? El cadáver de su madre tampoco mostraba rasgos diabólicos. Se miró las manos, estaban llenas de sangre, de arañazos y golpes. Héctor cerró las habitaciones con los cadáveres dentro. Se tiró tres horas debajo de la ducha, pero la verdadera suciedad estaba en forma de pregunta: ¿Maté a mi familia?
Se empezó a sentir culpable por algo que no recordaba haber hecho. Aún hoy teme llamar a la policía, le aterra que le inculpen y que toda la gente le tome por loco. Cada noche que pasa el olor es más intenso pero por suerte el invierno hace que la descomposición tarde. Por eso mismo tenía apagada la calefacción de la casa desde ese día...
Laura llama a la puerta, preocupada por su novio que ya no se conecta a internet y su teléfono fijo comunica constantemente. Él no responde. Ella se marcha llorando, con la duda de si debería ir a la policía a denunciar la desaparición ya que se extraña que no contesten ni sus padres.
Héctor nota la lengua seca, pero no le apetece beber. Sus pies son lentos, se arrastran como si su desgracia le hubiera encadenado los tobillos...
Al final se autoconvence. En la cueva sucedió algo siniestro con su hermano, lo cree firmemente porque es la única opción exculpatoria. Siente la necesidad de investigar. Imprime un mapa de internet donde sitúa claramente el lugar y cómo llegar a él. Saca su poco dinero del cajero para comprar un billete de autobús que le lleve lo más cerca posible del monte que pueda. A la mañana siguiente coge la linterna que hay en la casa y una mochila que llena con las botellas de agua que compró hace una hora. Al salir a la calle cree ver a Laura cruzando un paso peatonal. Él sale corriendo en dirección contraria y no para hasta llegar a la estación de autobuses. Nota como la gente le mira mal, como si vieran a un fantasma. Pero nadie le dice nada aunque siente que en cualquier momento le parará la policía y lo encarcelarán. Nota como todos los ojos están puestos en su nuca, cree que cada gesto que hace es controlado con minuciosidad. Y así pasa todo el viaje hasta llegar al pueblo colindante con el monte.
Al llegar no sabe situarse en el mapa. Pensaba que sería como leer un callejero, pero en el monte no hay nombres de calles ni plazas. Sigue caminando con la esperanza de encontrar esa maldita cueva. El sudor le corre por la frente al mismo tiempo que siente frío. Lágrimas sobre arbustos y tierra húmeda. Hay momentos en los que siente asfixia y la justifica con la maldición que sufre ese monte. Al cabo de hora y media encuentra el lugar.
Se queda una hora ante la entrada de la cueva. Sesenta minutos de cobardía que le impiden dar un paso hacia su interior, hacia las entrañas del monte. Bebe un largo trago de agua. Seca su sudor con la manga de la chaqueta. Enciende su linterna con el pulso desbocado y entra en la oscuridad geográfica. No quiere esperar mucho más, sabe que tiene que volver al pueblo para subir en el autobús de vuelta. No debe perder más tiempo. No puede tragar ni su propia saliva. Siente que las paredes son más estrechas y que las estalactitas tienen más punta. Tiene miedo. Sigue andando. No puede dejar de llorar. Está obligado a encontrar algo paranormal, de lo contrario él sería el loco que asesinó a su familia. Tiene el estúpido deseo de descubrir allí dentro a su hermanito pequeño que aún sigue preso de “las fuerzas del mal”, luego él lo liberará y lo considerarán un héroe. Su novia estará orgullosa. Quizá hasta le edifiquen un monumento en su honor en alguna plaza. Fantasea mientras camina pero de momento no ha encontrado absolutamente nada. Está a punto de tropezar con una estalagmita, hecho que repetirá al cabo de media hora. La cueva está llena de pasadizos que van hacia direcciones distintas, algunas sin salida y otras en las que su cuerpo no puede pasar por los agujeros diminutos que hay. Al fin encuentra un camino que poco a poco se va haciendo más pequeño en algunos tramos. No mira su reloj, fuera podría ser de noche cuando algo cruje bajo su bota. Levanta el pie. Ahí está la linterna que se le cayó en el anterior viaje con su familia. Se asusta mucho porque eso no debería estar allí, ha caminado muchísimo y hará una hora que pasó el lugar sin salida dónde perdió esa linterna rota. Su sangre se hiela al notar algo que toca su hombro dos veces seguidas. Sus ojos le escuecen de tanto que ha estado llorando. No quiere girarse. Vuelven a golpearle en el hombro de forma repetida. Lentamente se da la vuelta. Enfoca con su linterna que no para de temblar y frente a frente se encuentra a alguien idéntico a él. Sus mismas facciones, proporciones y altura. Es imposible que sea un reflejo, aquel a quien tiene delante está desnudo y sonríe abiertamente, mostrando dos hileras de puntas de clavos oxidados. Sus ojos están completamente rojos. Se acerca esa réplica infernal de Héctor mientras susurra sin perder la mueca de alegría: “Pronto le tocará el turno a Laura”.
Se tumba en la cama y empieza a recordar, es algo que le sucede de forma involuntaria. Recuerda el momento de la noche en el que dejó a Laura en su casa, con un bonito beso de despedida. Recuerda la canción que escuchaba en su reproductor de mp3 mientras abría el portal. Recuerda el enorme nudo que se le hizo en la boca del estómago cuando vio un gran charco de sangre en el recibidor. Y al fondo del pasillo, a lo lejos, se oía el repiqueteo de algo contra el suelo. “Prac... prac...” Se repetía una y otra vez. “Prac... prac...” Seguía sonando. Héctor llamó a sus padres, no encontró respuesta. El sonido repetitivo seguía clavándose en sus tímpanos. Si no hubiera perdido el móvil ahora mismo llamaría a la policía porque algo no iba bien. En el salón, pensó él, podía usar el teléfono fijo que hay cerca del sofá, sólo tenía que seguir andando. Seguro que todo tiene una explicación sencilla, pensó Héctor para tranquilizarse a sí mismo. Cogió el teléfono, se lo puso en la oreja y comprobó que no daba señal. Vio que el cable estaba cortado, pero algo le aterró aún más, ya no se oía el repiqueteo al fondo del pasillo. Sintió las ansias por querer salir de allí. Su propio hogar le asfixiaba. Ese silencio le ponía los pelos de punta. Héctor intentó escapar y cuando se puso ante el recibidor, de cara a la salida, todo empeoró de golpe. Ante la puerta que daba a la calle estaba Pablito en cuclillas, cubierto de sangre y completamente desnudo. A priori no prestó atención a Héctor, simplemente tenía la cabeza agachada mirando al suelo y en su mano derecha sostenía lo que parecía ser el fémur de un ser humano adulto. Empezó a golpear el charco de sangre con aquel hueso. “Prac... prac...” Poco a poco el niño empezó a levantar su mirada, sin dejar de hacer ese repetitivo ruido de percusión. Héctor se fijó primero en los ojos de rojo intenso como ventanas directas al infierno. Luego vio que el crío no tenía piel en el rostro, podían verse todos y cada uno de sus músculos faciales bañados en sangre. Con lo que le quedaba de boca esbozó una sonrisa dedicada a su hermano mayor, quién pudo ver de nuevo esos grotescos y afilados colmillos metálicos que suplían los dientes del endiablado. Cuando Pablito se irguió lentamente las piernas de Héctor reaccionaron, aún con las rodillas temblando y apunto de hacerle caer, corrió directo al pasillo para encerrarse en su cuarto y escapar, aunque fuera por la ventana. En la histérica carrera casi resbala, el suelo estaba teñido de sangre en la cual iba chapoteando. A su espalda escuchaba los pasos descalzos del decadente niño. Sin intentar girarse hacia atrás abrió la puerta del primer cuarto que encontró, era el de sus padres. Al abrir la puerta vio algo espantoso sobre la cama. Al principio a su cerebro le costó interpretar lo que sus ojos veían, ya que había algo a lo cual nadie se podría enfrentar. Era su madre desnuda y estaba completamente desmembrada, rodeada de sangre coagulada en el colchón. Se le escaparon los gritos de horror al comprobar que seguía viva. Ella levantó la cabeza, miró a su primogénito con ojos brillantes y colorados y le dedicó una sonrisa, también dentada con puntas de clavos. Grotesco era la única palabra que podía definir esa imágen. El ruido de los pasos lentos de Pablito delataba que lo tenía a pocos pasos, es entonces cuando escuchó la voz de su padre gritando: “¡Héctor, por Dios, ven aquí! ¿Me oyes? ¡Aquí estarás a salvo!” La voz venía desde el cuarto de al lado, donde estaba la habitación de su hermano. De un salto abrió esa puerta y allí encontró su padre, sentado en el suelo, le miraba con similares ojos como los que tenían ahora su madre y su hermano. Su sonrisa también estaba hecha con afiladas piezas dentales de metal. Sus manos aguantaban sus propias vísceras, tenía el estómago abierto en canal y las piernas parecían mal formadas, como si los huesos de las mismas se hubieran roto por varios sitios. En el charco inmenso de sangre podía percibirse un martillo tirado en el suelo. “Ven con papá, aquí estás seguro. ¡Vamos, abrázame!” Héctor estaba a punto de desfallecer ante tal calvario psicológico hasta que algo rozó su espalda. De un salto entró en la habitación completamente manchada de horror. Cuando su hermano pequeño dio el primer paso para acercarse a él Héctor reaccionó por impulso, dejando que su instinto de supervivencia tomase el control. Cerró la puerta con todas sus fuerzas y golpeó al pequeño engendro logrando que cayera al suelo, quedando su cabeza entre el marco y la puerta. Héctor volvió a abrirla y la cerró de nuevo con más rabia. Volvió a hacerlo hasta que ese ser dejó de intentar levantarse. Siguió hasta que los huesos del cráneo cedieron dejando escapar un crujido, le golpeó hasta que aquella cabeza se agrietó y de su interior salieron una docena de cucarachas. Héctor empezó a gritar solo. Empezó a verlo todo borroso, el mundo le daba vueltas y cayó al suelo, manchándose la espalda con sangre. Ya no se escuchaba la voz de su padre. El mundo entero quedó en silencio.
Sobre su cama Héctor sigue recordando el día que mató a su hermano. Recuerda el momento al despertarse sobre la sangre seca y pegajosa. Con una enorme migraña se giró para ver entrar la luz del sol que hacía más visible ese desastre. Detrás de él yacía el cadáver eviscerado de su padre, apoyado en la pared. Su rostro volvía a ser humano sin ningún rasgo que le hiciera aparentar ser uno de los endiablados. Pablito estaba boca abajo con su masa craneal asomando al lado del marco de la puerta. Sigue sin poder dejar de recordar el momento en el que le dio la vuelta a su hermano y vio como sus ojos eran humanos. También comprobó que la cara del niño no estaba despellejada y en su boca ya no había rastro de colmillos metálicos. En ese instante asomó la duda, la creencia de haber sido él quien estaba completamente loco. ¿Y si todo fueron visiones? El cadáver de su madre tampoco mostraba rasgos diabólicos. Se miró las manos, estaban llenas de sangre, de arañazos y golpes. Héctor cerró las habitaciones con los cadáveres dentro. Se tiró tres horas debajo de la ducha, pero la verdadera suciedad estaba en forma de pregunta: ¿Maté a mi familia?
Se empezó a sentir culpable por algo que no recordaba haber hecho. Aún hoy teme llamar a la policía, le aterra que le inculpen y que toda la gente le tome por loco. Cada noche que pasa el olor es más intenso pero por suerte el invierno hace que la descomposición tarde. Por eso mismo tenía apagada la calefacción de la casa desde ese día...
Laura llama a la puerta, preocupada por su novio que ya no se conecta a internet y su teléfono fijo comunica constantemente. Él no responde. Ella se marcha llorando, con la duda de si debería ir a la policía a denunciar la desaparición ya que se extraña que no contesten ni sus padres.
Héctor nota la lengua seca, pero no le apetece beber. Sus pies son lentos, se arrastran como si su desgracia le hubiera encadenado los tobillos...
Al final se autoconvence. En la cueva sucedió algo siniestro con su hermano, lo cree firmemente porque es la única opción exculpatoria. Siente la necesidad de investigar. Imprime un mapa de internet donde sitúa claramente el lugar y cómo llegar a él. Saca su poco dinero del cajero para comprar un billete de autobús que le lleve lo más cerca posible del monte que pueda. A la mañana siguiente coge la linterna que hay en la casa y una mochila que llena con las botellas de agua que compró hace una hora. Al salir a la calle cree ver a Laura cruzando un paso peatonal. Él sale corriendo en dirección contraria y no para hasta llegar a la estación de autobuses. Nota como la gente le mira mal, como si vieran a un fantasma. Pero nadie le dice nada aunque siente que en cualquier momento le parará la policía y lo encarcelarán. Nota como todos los ojos están puestos en su nuca, cree que cada gesto que hace es controlado con minuciosidad. Y así pasa todo el viaje hasta llegar al pueblo colindante con el monte.
Al llegar no sabe situarse en el mapa. Pensaba que sería como leer un callejero, pero en el monte no hay nombres de calles ni plazas. Sigue caminando con la esperanza de encontrar esa maldita cueva. El sudor le corre por la frente al mismo tiempo que siente frío. Lágrimas sobre arbustos y tierra húmeda. Hay momentos en los que siente asfixia y la justifica con la maldición que sufre ese monte. Al cabo de hora y media encuentra el lugar.
Se queda una hora ante la entrada de la cueva. Sesenta minutos de cobardía que le impiden dar un paso hacia su interior, hacia las entrañas del monte. Bebe un largo trago de agua. Seca su sudor con la manga de la chaqueta. Enciende su linterna con el pulso desbocado y entra en la oscuridad geográfica. No quiere esperar mucho más, sabe que tiene que volver al pueblo para subir en el autobús de vuelta. No debe perder más tiempo. No puede tragar ni su propia saliva. Siente que las paredes son más estrechas y que las estalactitas tienen más punta. Tiene miedo. Sigue andando. No puede dejar de llorar. Está obligado a encontrar algo paranormal, de lo contrario él sería el loco que asesinó a su familia. Tiene el estúpido deseo de descubrir allí dentro a su hermanito pequeño que aún sigue preso de “las fuerzas del mal”, luego él lo liberará y lo considerarán un héroe. Su novia estará orgullosa. Quizá hasta le edifiquen un monumento en su honor en alguna plaza. Fantasea mientras camina pero de momento no ha encontrado absolutamente nada. Está a punto de tropezar con una estalagmita, hecho que repetirá al cabo de media hora. La cueva está llena de pasadizos que van hacia direcciones distintas, algunas sin salida y otras en las que su cuerpo no puede pasar por los agujeros diminutos que hay. Al fin encuentra un camino que poco a poco se va haciendo más pequeño en algunos tramos. No mira su reloj, fuera podría ser de noche cuando algo cruje bajo su bota. Levanta el pie. Ahí está la linterna que se le cayó en el anterior viaje con su familia. Se asusta mucho porque eso no debería estar allí, ha caminado muchísimo y hará una hora que pasó el lugar sin salida dónde perdió esa linterna rota. Su sangre se hiela al notar algo que toca su hombro dos veces seguidas. Sus ojos le escuecen de tanto que ha estado llorando. No quiere girarse. Vuelven a golpearle en el hombro de forma repetida. Lentamente se da la vuelta. Enfoca con su linterna que no para de temblar y frente a frente se encuentra a alguien idéntico a él. Sus mismas facciones, proporciones y altura. Es imposible que sea un reflejo, aquel a quien tiene delante está desnudo y sonríe abiertamente, mostrando dos hileras de puntas de clavos oxidados. Sus ojos están completamente rojos. Se acerca esa réplica infernal de Héctor mientras susurra sin perder la mueca de alegría: “Pronto le tocará el turno a Laura”.
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