El presente artículo pretende ser una reflexión sobre estos tres conceptos, los cuales forman un triunvirato de influencia para nuestra psique, definiendo las relaciones interpersonales, estructurando los ámbitos de poder y remarcando el espectro político internacional.
Podemos definir a la cultura como aquellos aspectos identitarios que pueden caracterizar tanto a un minoritario colectivo urbano como también llegar a cimentar la esencia de una nación entera. Sus raíces se asientan alrededor del idioma, las costumbres (las cuales pueden ser tecnologizadas) y los principios estéticos. Desde esa base podemos remarcar esos tres puntos usándolos como estándares que nos sirven para medir el potencial cultural: El idioma, en su forma más intelectual, se fundamenta en la literatura, mientras que su uso coloquial estaría plasmado en la jerga callejera; Las costumbres pueden referirse tanto a simbolismos religiosos ancestrales o a hábitos sociales tales como ver la televisión un lunes por la noche, que haya fútbol los domingos por la tarde o ir a trabajar a las ocho de la mañana (basándonos en aspectos generales); Finalmente nos situamos en los principios estéticos que pueden comprenderse en los gustos artísticos, tales como la música, la fotografía, el cine, la moda o cualquier otro ámbito donde se pueda desarrollar la expresión de ideas, técnicas y sentimientos humanos, los cuales van ligados a las sensibilidades mayoritarias y a las intenciones referentes al poder (por o contra del mismo).
De este pequeño esquema podemos sacar dos extremos antagónicos. Por un lado tendríamos la tradición, es decir, la sociedad conservadora que se mueve a través de las actuaciones definidas por sus antepasados, sin tolerar el más mínimo cambio en su modus operandi. Este extremo es propio de sociedades ligadas estrechamente a la religión, donde la iglesia (sea la que sea) adquiere una gran influencia de poder, rozando o tocando de pleno el fundamentalismo. En las antípodas de este planteamiento irían las vanguardias, pretendiendo romper radicalmente con todo el pasado dando pie a una nueva sociedad mejor (idealizada de forma utópica), siendo desatada de las cadenas que la sujetan al pasado. El poeta futurista Marinetti, uno de los mayores vanguardistas de principios del siglo XX, llegó a escribir “(...) queremos liberar a este país de su fétida gangrena de profesores, de arqueólogos, de cicerones y de anticuarios.” Es evidente el desprecio de este movimiento intelectual por la antigüedad.
Hasta aquí definimos estos dos extremismos culturales que nos delimitan los márgenes en los que se sitúan las dos caras antagónicas de la cultura. A partir de esos dos puntos podemos gozar de una gama casi infinita de matices intermedios y planteamientos artísticos, como el romanticismo o la posmodernidad.
Dentro de cada contexto existen medios de comunicación que, ante todo, pretenden informar al lector sobre sus propios intereses culturales. Tras esos gustos se esconden posicionamientos sociales, como ya hemos visto en los dos extremos citados. Dichas posturas marcan un vínculo con la ideología, es decir, la pretensión de forjar un tipo u otro de sociedad, habiendo un margen intermedio entre conservadores (valedores de la tradición) y revolucionarios (transformadores sociales). A parte de estas dos opciones siempre quedan sensibilidades de pensamiento que no aspiran a rasgos intolerantes de ningún tipo o que se sumergen en la total indiferencia. En vísperas de la Revolución francesa (1789) la prensa se politizó muchísimo más, transformando su tono informativo en un elemento de propaganda y agitación panfletaria. La gente con ideales comunes se asociaron en clubes, los cuales, derivarían a lo que hoy entendemos como partidos políticos. Cada club (o partido político) que se preciara fundó un periódico en el cual exponía sus principios al resto de la sociedad, algo que a posteriori también utilizarían los sindicatos para defender al movimiento obrero desde abajo.
La prensa como órgano partidista o sindical fue quedándose obsoleto en el siglo XX, especialmente en plena “Guerra Fría”, optando (en el bando occidental) por unos medios de comunicación independientes o, al menos, no ligados oficialmente a ningún partido o sindicato. Así la información se basaría en los principios del mercado: la oferta y la demanda, viéndose así como mero negocio. Obviamente la contrapartida mediática a esa información a cambio de un precio regular es que sus dueños, o accionistas mayoritarios, sí tenían un posicionamiento político subterráneo, mezclado con intereses materiales a corto plazo. Ello supuso que las críticas y/o alabanzas (a personalidades públicas) tuvieran la precisión de un francotirador. Los magnates de la comunicación se transformaron en gurús que podían influir directamente en la sociedad, por no usar la palabra ´manipular`, haciendo que sus intereses personales fueran los intereses de todo el mundo. Diversos estadistas se encontraron frontalmente con la furia mediática, la cual logró, por ejemplo, la dimisión y el escarnio público del presidente norteamericano Richard Nixon.
Como dijo Walter Benjamin, en su ensayo “Crítica de la violencia”: “Toda violencia es, como medio, poder que funda o conserva el derecho.” A día de hoy podríamos cambiar la palabra ´violencia` por la de ´prensa`. Aquello que antes era exclusivo de la fuerza bruta pasa a ser parte del terreno (¿sutil?) de los medios informativos de masas. Esto se puede ilustrar recordando los inicios del siglo XXI, donde la prensa, escudándose en la libertad de expresión (que más que pertenecer a los propios periodistas es una propiedad más de las élites dueñas de los rotativos) puede difamar a quien le venga en gana, satanizando hasta la mejor de las intenciones. Los intentos de golpe de Estado en Venezuela (abril de 2002) o en Ecuador (septiembre de 2010) estuvieron tutelados por los medios de comunicación atrincherados en la oposición al gobierno, llegando a presentar a víctimas civiles del bando contrario como si fueran mártires de su causa, en una muestra de la más obscena manipulación. El presidente de Ecuador, Rafael Correa, dijo en una entrevista “no es lo mismo la opinión pública que la opinión publicada.” Y es que la prensa, en muchas ocasiones, disfraza su ideología como portavocía de la sociedad cuando, la verdad, es que detrás de sus redactores están las oligarquías autoritarias, limitando las libertades en cuanto al ejercicio del pensamiento disidente entre sus profesionales.
Cerrando el círculo dialéctico aquí planteado, podemos referenciar que los medios de comunicación habitualmente potencian un tipo u otro de cultura, como puede ser el caso del cine norteamericano, el cual es omnipresente en toda publicidad mediática. Siendo así como, de una forma monetaria, un tipo de cultura puede llegar a ser considerado dominante. Mientras, otras obras que no gozan de enormes inversiones económicas se quedan en círculos minoritarios de interés, alejados del gran público y no por falta de calidad en la edición final (muchas veces muy por encima de los productos prefabricados que llegan desde Hollywood), quedando relegados al ostracismo económico dictado por las grandes corporaciones (actualmente dueñas hasta de los multicines). Según el primer teórico de la publicidad, el genial Edward Bernays, los medios de comunicación nos ayudan a poner en orden el caos de nuestra sociedad. El problema está en las prioridades que se eligen o los intereses que se tienen.
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