Sartre fue una de las mentes más importantes de las letras francesas en el Siglo XX. Nacido en París en 1905, donde viviría toda su vida. Escribió ensayos filosóficos que fundaron el movimiento existencialista. Sus novelas y obras de teatro le dieron fama mundial. Fue pareja durante largo tiempo de la escritora Simone de Beauvoir. En 1964 ganó el Premio Nobel de Literatura pero lo rechazó por no aceptar a las instituciones oficiales como mediadoras entre los autores y el resto de la sociedad. Fallece en 1980 tras una larga enfermedad.
Su producción literaria fue amplia y profunda, en ella no simplemente narró varios momentos intensos o emotivos, para él fue una fuente de transmisión de conceptos filosóficos de una manera accesible para el gran público. “La náusea” (1938) es una novela escrita a modo de falso diario, donde se describe la frustrante vida de un hombre que no encuentra su lugar en el mundo y va de fracaso en fracaso. Una de las tesis lanzadas en ella, cual bomba incendiaria, es el propio concepto de “náusea”, que nada tiene que ver con el momento previo al vómito. El autor la describe como la sensación humana que sucede al notar la falta total de sentido que tiene la existencia. Su posicionamiento se alejaba de la causalidad teológica, dando a entender que somos un accidente de la naturaleza y buscar más allá es pura imaginación mitológica. "Todo lo que existe nace sin razón, se prolonga por debilidad y muere por casualidad." Palabras aparentemente tristes que encierran un vitalismo incomprendido para su época, ya que siempre es más fácil sentir que vivimos bajo el brazo paternalmente cómodo de un Dios.
En “Bosquejo de una teoría de las emociones” (1939) Sartre nos explica su interés y admiración por las tesis de Husserl y, especialmente, de Heidegger, pilares de su principal influencia filosófica: la fenomenología. Consistía en “el estudio de los fenómenos y no de los hechos.” Es decir, el estudio del todo y no de las partes, como hacía la psicología conductista y el psicoanálisis. “El principio de la fenomenología es ir ´a las cosas mismas` y la base de su método es la intuición eidética”, dicha intuición busca hacer presente lo universal estudiando las esencias, especialmente en la conciencia y el ser, alejándose de los parámetros empíricos.
En su ensayo más conocido, “El ser y la nada” (1943), reflexionó sobre el principio de libertad, el cual nos es dado desde que tenemos uso de razón. Entendiendo que la libertad es pura y simplemente la toma de decisiones, las cuales, muchas veces, entran en conflicto con el resto de personas libres que rodean al sujeto. La libertad temerosa del error, de la opinión ajena y del conflicto se queda en sumisión voluntaria. En pocas palabras, su visión de la libertad no estaba idealizada como cuando se conceptualiza por el liberalismo. “El infierno son los otros” es la frase lapidaria, escrita en la obra de teatro “A puerta cerrada” (1944), que explica el desdén de la contradicción que significa la libertad en un mundo lleno de intereses opuestos que chocan frontalmente o se contradicen plenamente. "El hombre está condenado a ser libre," es decir, personas libres encarceladas por las libertades del resto de la sociedad. Incoherencia aparente, pero llena de razón, ya que siempre puedes imponer dicho libre albedrío sobre los demás, algo que queda patente en los planteamientos del Marqués de Sade, mostrados en “Las 120 jornadas en Sodoma”. En dicha novela un grupo de aristócratas se encierra en un castillo con un harem de jóvenes, que han sido secuestrados previamente, siendo sometidos a los caprichos de sus captores expresando así el extremo más cruel de la libertad de unos pocos sobre otros.
Su visión del mundo fue muy criticada por ese halo de pesimismo que desprendía: desde los sectores religiosos por su visión atea e inútil de la existencia y por las asociaciones marxistas por su visión represiva del colectivo. Ello le llevaría a dar una famosa conferencia en París, para desmentir muchas acusaciones negativas, titulada como “El existencialismo es una forma de humanismo” (1945). En ella rechazó el adjetivo de derrotista como crítica a su existencialismo, ya que a pesar de proclamar que la existencia no tenía sentido alguno, defendía como más valiente y necesario a aquel individuo que elegía, en su absoluta libertad, el compromiso por los valores de la justicia y la igualdad que cualquier otro que lo hiciera porque se lo ordenaban los líderes de su partido o por temor al castigo de un Dios colérico. También planteó que ante la tiranía de la libertad elitista siempre estaba la elección libre de rebelarse contra ella. Lo fundamental era encontrarse en ese desierto de libertad y no optar por el instintivo egoísmo, de ahí la importancia de la lucha contra las sociedades corruptas y/o alienadas. El verdadero enemigo del existencialista era caer en la indiferencia o la apatía. Apoyar al necesitado, no como mandamiento divino, sino como ética personal, es así cómo Sartre reivindicaba un verdadero humanismo que mejorara la sociedad.
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